En alguna ocasión he apuntado la predilección de Matías Prats por el conocimiento del lenguaje del mundo del toro y de todo lo que a él se refiere. Afición y gusto que me transmitió y que, seguro, estuvo en el origen de mi dedicación, mucho más modesta, a esta apasionante tarea de investigar, documentar y escribir de toros.

Hace unos pocos días una mujer cuyo nombre omito, sería una ofensa para el querido narrador citarlo en un párrafo tan próximo a él, ha tenido la ocurrencia de meterse en un embrollo del que va a salir mal. No merece la pena dedicarle una línea siquiera pero es aquella de los nombres de los toros lidiados en una plaza del norte de España. Con este apunte es suficiente.

Este hecho me ha traído a la memoria la antiquísima tradición, reflejada desde hace tiempo en documentos oficiales, de cómo se ponen nombres a las reses de lidia y que es de sobra conocido por todos. También, un cartel de la plaza limeña del Acho anunciando la función del domingo 27 de enero de 1788. Uno de aquellos, de formato pequeño, que únicamente aportaban texto y unas viñetas, a lo sumo una orla, pero que la pátina del tiempo los dota de una singular belleza e interés.

Son los referentes de las fiestas de toros de una época muy diferente a la actual. Anoto que hace mención, principalmente, a los toros: “Razón individual de los toros que se han de lidiar…”. También que en la mención al coso, inaugurado en 1768, dice “Plaza firme del Acho”, no de Acho como ahora acostumbramos a nombrarlo. Anteriormente su ortografía fue Hacho, que el diccionario definía como sitio elevado cerca de la costa, desde donde se descubre el mar y desde el que se hacen señales de fuego. Y está justificada, pues es en las estribaciones de los Andes donde se ubica el coso bicentenario. Tras una octava, y de informarnos que es la función de la tarde sexta, nos acerca al conocimiento exacto de las reses que han de lidiarse y de las que merece hacer algunos comentarios.

No creo que en aquella época en la que las vacadas ya empezaban a tener, al menos en España, una estructura más próxima a la que hoy conocemos, la manera de nombrar a los toros, de darles nombre, se pareciese demasiado a la costumbre actual casi generalizada. A los machos se les pone el mismo nombre de la madre pero en masculino, y a las hembras uno derivado del de la madre. El hijo de ‘Jabata’ será ‘Jabato’. Y la hija podría ser ‘Valentona’. Esta costumbre permite conocer las reatas.

Del cartel que nos ocupa, y de otros de la época, extraigo los nombres singulares de las reses y, para mí, uno sobre los demás: ‘El está contento’. No hay una razón para esta preferencia. Contienen otros apelativos tan curiosos como ‘El pucho a la oreja’, o lo que es lo mismo ‘La colilla en el apéndice auricular’, que así lo diría Matías Prats. Otros son ‘El rasca moño’, ‘El corre bailando’, ‘El Rico Pollo’, ‘El Cara Puerca’, ‘El Búscame y lo verás’, e incluso, ‘El Mi Mamá esta pariendo’.

Podríamos soñar con las razones que indujeron a los criadores peruanos de ganado criollo a designar de esta manera tan característica a sus toros, que bien pudiera ser el precedente de la costumbre de los ganaderos mexicanos de poner el nombre a sus toros, en muchas ocasiones, en función de las circunstancias del festejo. ¿Qué opinaría de todo esto la edil del norte si supiera que uno se llamó ‘El Señorito Obrero’?