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A propósito de ‘Los planetas fantasma’. Dionisio López

Los planetas fantasma Dionisio López
Foto: Cedida
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Con paso firme, pero delicado, avanza la obra de Rosa Berbel. Su segundo poemario, Los planetas fantasma, aparece de manera sorpresiva en una colección, Nuevos textos sagrados, de autores con amplias trayectorias. Sin embargo, el tono del libro y su calidad, justifican esta variación de criterio de los editores. Lo celebro.

Los planetas fantasma nos inserta, por medio de un ritmo sutil, suave y elegante, en un espacio cósmico y clásico, atento tanto al exterior (“Y el universo entra por el hueco/ en el que antes había una ventana”) como a un pasado extinto que une, de una manera hábil, lo histórico con lo particular: “Todos los invitados se llevaron consigo/ un trozo de la fiesta, como el que arranca/ piedras de un bello templo griego”. La fiesta de la juventud, la fiesta de la vida y la fiesta de un viejo imperio caídas y desmontadas piedra a piedra por cada uno de nosotros.

Los temas del libro son los de siempre, los de toda la poesía de verdad; vida, amor y muerte; pero todo recorrido por un aire crepuscular y melancólico: las piscinas y los pisos están vacíos, las fiestas han terminado, “Todo lo que un día nos hizo sonreír/ está ahora muerto”.

Para mí, lo realmente original del libro y de la autora es el respeto a los pilares sobre los que debe caminar la poesía: el sonido y el símbolo, o lo que es lo mismo, la música y la metáfora. Y todo apoyado en el bastón de la tradición. Esos tres elementos, que tanto cuesta encontrar hoy en día juntos en los poemarios, unidos al talento de Rosa Berbel, son los que dotan de una suave emoción, a este viaje cósmico y misterioso.

El yo poético mira, mira al paisaje, mira a la calle y a la noche, mira al parque y los arbustos secos… mira y trata de explicar el mundo a través de unos versos que reflexionan una y otra vez sobre nuestra posición ética en una realidad contradictoria y misteriosa (“¿Recordáis el placer y las posibilidades?”).

Y el lenguaje, la reflexión sobre el lenguaje como elemento iluminador: “Estaba el mundo a oscuras y nosotros tuvimos que nombrarlo”, “Deberíamos buscar una palabra”… Un lenguaje que será la única realidad firme ante la oscuridad: “¿Cómo dábamos nombre a los objetos/ sin haberlos visto nunca?”.

Cierras el libro y uno no adivina si los planetas fantasma son una posibilidad de futuro, de misterio y de esperanza hacia lo inexplorado, o una certificación de que toda nuestra realidad y nuestras raíces culturales ya no existen. Y es ahí, en esa indefinición, donde está la riqueza y la profundidad de todo lo poético. “Se llama devoción”.

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